La Fragua, Herrería de Alcorlo

Foto Javier del Castillo

LA FRAGUA, HERRERÍA DE ALCORLO, 4 de Marzo de 2022.

Solo conocí a una persona en Alcorlo que se dedicara al oficio de la herrería y esa persona se llamaba Angel Castillo. En los últimos años o mejor dicho “en los últimos tiempos de Alcorlo” fue el alcalde en funciones y persona que se encargaría de resolver o llevar a cabo los conflictos reinantes entre los últimos habitantes de Alcorlo y la administración del estado, pues quedaban por resolver algunas cuestiones y los vecinos reivindicaban ciertos derechos originados por la expropiación de los bienes del pueblo, como consecuencia de la construcción de la presa que todos conocemos y que lleva su nombre.

Aunque no sea muchos o demasiados los recuerdos que tengo sobre Angel y su familia si voy a tratar de reflejarlos, si no fueron muchos sí al menos fueron gratos y aún hoy cada vez que tomo una sierra para cortar una madera no puedo evitar recordar el día que me enseñó a trisquear un sierro y darle forma adecuada a los dientes.

En Alcorlo primeramente él y su familia vivían en la parte alta del pueblo, yo no lo conocí pero sí recuerdo en mis primeros años de vida que había sido reciente el cambio, luego se trasladaron al lado de mi casa por lo que fuimos vecinos. También la fragua, (edificio del ayuntamiento, yo la conocí en otro lugar, en las afueras del pueblo, pero sobre 1970 trasladaron la maquinaria hasta una nave que tenían al lado de la vivienda.

La vivienda de Angel y su familia fue posiblemente la última que se construyó en Alcorlo, no era ya de piedras del entorno sino de bloques prefabricados, era una casa como de la ciudad, aunque por aquellas fechas yo aún no había conocido ciudad alguna, el suelo con baldosas creo recordar, al menos estaba llano y uniforme, vivienda de una sola planta y arriba la buhardilla bajo el tejado.

Ángel Castillo era natural del pueblo vecino de La Toba, no conocí a otra persona en Alcorlo que se dedicara a transformar el hierro poniéndolo al rojo cereza en el fuego de la fragua, luego a darle forma en la bigornia, dos bigornias había en aquella fragua que no eran idénticas y que por su estado se podía deducir sin temor a equivocarse que una trabajaba con frecuencia y la otra descansaba a tiempos iguales.  También le vi herrar las caballerías con mucha frecuencia y alargar las rejas del arado que por el rozamiento con la tierra iba perdiendo material con el tiempo…

El “Curricala”, que era el panadero de Jadraque y que nos servía el pan dos o tres veces por semana le hacía el favor de llevar paquetes de herraduras de tamaño estándar que luego él se encargaba de ajustar la medida a la pata de la caballería en cuestión, previo paso del material por el fuego del carbón y la bigornia. En la foto de arriba vemos a Ángel y a su esposa Vicenta, en el centro de la imagen, periódico del momento, acompañados de algunos de los vecinos de Alcorlo y sus reivindicaciones. Vista también de la casa y de su hijo menor con mi herma y yo.

Me remontaré en el tiempo hasta donde conozco, más o menos a comienzos del siglo XX o incluso más atrás, o sea, más de ciento veinte años.

Como dije antes Angel era de La Toba y ¿Cómo acabó en Alcorlo? Pues fácil, se casó con la hija de Manuel, herrero también que ya llevaba instalado allí posiblemente varias décadas y ¿cómo lo sabes? Pues no lo sé a ciencia cierta si ángel Castillo era ya herrero de oficio en La Toba o el oficio se lo enseñó su suegro, pero atando cabos y analizando datos y fechas creo haber llegado a la conclusión de que algo de conocimiento sobre herrería ya tendría, conclusión que me parece acertada o al menos con cierto fundamento.

El suegro de Angel se llamaba Manuel, era natural de la zona de Tamajón, al parecer se trasladó a vivir a Alcorlo posiblemente antes de comienzo del nuevo siglo XX, entiendo porque vería que en Alcorlo, al tener bastante población, tendría más trabajo y por lo tanto mejor calidad de vida para él y su familia que en el lugar que vivía antes.

La casualidad quiso que hace media docena de años (2016) estando yo en Alcorlo limpiando de hierbas la parte del cementerio que es una tumba colectiva _pues allí están depositados los restos mortales de los Alcorleños fallecidos hasta antes del 1975 porque fueron exhumados y trasladados hasta allí_ al intentar arrancar un tremendo cenizo di con el azadón en una piedra, para evitar que otro día me sucediera lo mismo intente sacarla del suelo pero por más que la forcé no parecía salir fácilmente así que como ya era casi de noche dejé la operación para otro día pues no me pareció que la piedra aquella tuviera importancia alguna.

Mira por donde unas semanas después volví por allí e intenté sacar la piedra, después de limpiarla un poco de tierra me fijé que tenía unas letras impresas y pensé que sería un trozo de una tumba aunque no recordaba que en el cementerio de Alcorlo hubiera lápidas en el suelo sino solamente cruces.

Ya al descubrir ese hallazgo (que me llenó de ilusión por descubrir qué decía y de quien era) la traté de otra manera. Con mucho cuidado fui retirando tierra y más tierra hasta poder sacarla a la superficie. Entre tierra y barro no era capaz de descifrar mucho así que la metí una mano de agua y cepillo y una vez limpia le hice unas fotografías con un ángulo de luz apropiado que remarcara la inscripción y después de consultar con Pilar Gallego Veguillas (importante colaboradora en descubrimientos y datos antiguos sobre Alcorlo) llegamos a la conclusión de que la lápida dice lo siguiente:

Gregorio Gamo y Verges, natural de Tamajón que falleció a la temprana edad de 18 años, Tu madre y hermano/as no te olvidan. 1876. (Es posible que alguna letra esté invertida al ponerla en el molde).

Datos obtenidos por Pilar Gallego de un archivo digital en noviembre 2020 dicen así:

Partida de defunción de Gregorio Gamo.

Adulto, Gregorio Gamo, hijo de Jose Gamo y Maria Verges, Año 1871 (puede ser también interpretado por 1876 por el tipo de letra)

En el lugar de Alcorlo Diócesis de Sigüenza, provincia de Guadalajara en cinco días del mes de Enero del año de mil ochocientos setenta Yo Don Felix de la Riva, cura propio de esta parroquia de la Gloriosa Transfiguración del Señor de orden del Señor Juez Municipal del mismo pueblo mando darle sepultura al cadáver de Gregorio Gamo soltero de edad de dieciocho años poco más o menos natural de Tamajón murió de Viruelas según certificación facultativa murió el dia anterior es hijo de José Gamo y Maria Verges del mismo pueblo de Tamajón recibio nada más sacramento que el de la Extremauncion fueron testigos del sepelio Santos Moreno y Salvador de las Heras natural y vecinos de este pueblo de edad ambos de cuarenta años y por ser verdad lo firmo en fecha anterior puesta.

Este es el documento manuscrito que PILAR tradujo.

Según PILAR era muy natural el equivocarse en aquellas fechas al escribir o hacer una esquela, tanto que este tipo de confusiones se tomaba como algo “normal” por lo que creo que el apellido GAMO pudo ser GAGO ya que así se apellidaba el suegro de Angel, de esta forma hay muchas coincidencias por lo que es posible que esa sea la realidad de la procedencia de la familia de Manuel Gago. Sobre las fechas Gregorio pudo ser hermano de Manuel, la lápida y tumba estarían en Alcorlo porque Gregorio fallecería (entiendo) al poco de llegar la familia a vivir en Alcorlo. Durante mucho tiempo me pregunté qué hacía en el cementerio de Alcorlo una lápida de alguien que no era natural del pueblo y que además por más que pregunté nadie me daba noticia relacionada.

No recordamos tumba o lápida semejante en el cementerio antiguo de Alcorlo, cruces de hierro con o sin inscripciones sí las había pero de ese tipo y aspecto ninguna, por eso la conservamos normalmente protegida de la lluvia y los hielos con un plástico.

Un trágico suceso ocurrió en los primeros días de la guerra civil, Manuel tenía dos hijos, Vicenta y Jesús, (Vicenta esposa de Ángel), según mi padre Manuel tenía fama de buen profesional y Jesús de aún mejor, hasta tal extremo Jesús tenía habilidad que era capaz de fabricar armas como pistolas y escopetas, de pólvora negra ¡claro! En esa fecha de 1936 Jesús contaba 25 años de edad cuando se presentaron en el pueblo los militares correspondientes con idea de echar las campanas de la iglesia al suelo.

Como el más aparente para hacer aquel trabajo era él y además tenía las herramientas necesarias para ello (era el herrero) fue Jesús quien obligado o no tanto colaboró para ejecutar dicha operación.

Unos días después de aquellos hechos se presentó en el pueblo una camioneta con militares del otro bando y según me han contado varias fuentes sucedió que buscaron y pronto localizaron a Jesús que le invitaron a que les acompañara a viajar en la camioneta, en previsión de que posiblemente Jesús no volviera de nuevo al pueblo (pues se temía que le darían “el paseo”) y según testimonio de mi padre “se quitó el reloj que llevaba y se lo dio a su madre, se montó en la camioneta y nunca más se ha vuelto a saber nada de él”. Otra fuente me decía que “el reloj no era de muñeca, que era de bolsillo y no se lo entregó a su madre sino a su novia” pero todas las fuentes a las que pregunté (que no han sido pocas) todas coinciden en que jamás se volvió a saber de su paradero, ni durante ni después de la contienda. Historias de las malditas guerras, las provocan unos pocos para su beneficio y las pagan los demás con su sangre y sudor.

Yo como vivía tan cerca de la fragua pasaba por allí grandes ratos, era divertido ver cómo reparaban los arados, cómo le ponían los zapatos a las mulas, cómo les cortaban la parte de la pezuña que no les servía de nada y en su lugar le ponían una herradura sujeta con aquellos clavos largos y con cabeza cuadrada, a veces Ángel me pedía que le diera caña al fuego tirando de la cadena que tenía un tremendo fuelle y que le suministraba aire al carbón, el fuelle era idéntico al que teníamos en casa para avivar las brasas pero tremendamente más grande.

EL SIERRO. Un día de primavera/verano quedé con mi amigo Jose Luis para ir a pescar, mis juguetes favoritos a los diez años eran: una caña de pescar, una escopetilla de perdigones y una bicicleta; hasta tal extremo tenía deseo de esos chismes que hasta pensaba que si caía enfermo con solo poseer uno de ellos sanaría de repente.

De los tres aparatos el único que podía conseguir era la caña de pescar porque no me costaría ni una peseta, que no era otra cosa que una vara larga y fina con un trozo de hilo de pescar recuperado de tantos como los pescadores se les quedaban enganchados entre la maleza del rio, lo de la escopetilla de perdigones era otro cantar, yo, teniendo en casa a mi padre cazador con escopeta, me moría por efectuar disparos y cuando algún fin de semana aparecía por el pueblo alguien, joven o mayor con una escopetilla andaba detrás de él como un perrillo faldero durante el tiempo que fuera necesario para que me dejara hacer aunque solo fuera un disparo al aire, porque eso de acertar también al gorrión eso ya hubiera sido la pera limonera.

Creo que esas ansias de disparar (no de matar animales) hicieron diez años después que acompañara a mi padre (escopeta en mano) durante la década de los 80 por todos aquellos montes y valles de Alcorlo persiguiendo a la perdiz roja, conejos y alguna liebre, luego una vez, tanto mi padre como yo que dejamos la caza, pronto me dediqué a pegar tiros de otra manera consiguiendo una década después ser campeón de Castilla la Mancha durante tres años consecutivos en la modalidad de pistola deportiva, tiro rápido.

Sobre la bicicleta era más de lo mismo, a lo máximo que podía aspirar era a que cuando mis primos de Madrid aparecían por allí algún fin de semana les rogaba que me dejaran dar una vuelta con su bicicleta que por cierto las bicicletas eran bastante escasas allí en la década de los 70.

Recuerdo el día que mi primo Eusebio intentó enseñarme a montar en bicicleta, yo tendría seis años, por mi aspecto y tamaño (muy pequeño y muy delgado como puede comprobarse en la foto de arriba) apenas si alcanzaba a los pedales; lo intentamos en la pista de usos múltiples que teníamos allí, o sea, la plaza del frontón, justo al lado de la casa de mis abuelos Evarito y Angela, pues eso, que apenas ni habíamos comenzado la primera clase y se presentó mi abuela corriendo hacia nosotros haciendo aspavientos y dando voces y gestos con los brazos gritando a mi primo que me iba a provocar un accidente o rotura de miembros así que como las amenazas parecían que iban en serio salimos corriendo los dos de allí, él en su bicicleta y yo a toda pastilla detrás de él.

Era aquella una bicicleta como nunca he visto en mi vida otra semejante, era un tanto peculiar, si pedaleabas hacia adelante caminaba y si invertías el giro de los pedales frenaba, o sea, el peor sistema de todas para aprender… Unos años después aprendí a montar en aquella misma bicicleta, lo hice de una manera bastante rápida y en el mismo lugar, creo que en tan solo unos minutos, mi primo Eusebio estaba por detrás sujetándome un poco por el sillín, me soltó y yo seguí de frente, el problema fue cuando tenía que girar porque delante de mí estaban las tres paredes del frontón… contra la más alta paré de golpe, a la bici, por supuesto, no le pasó nada, yo caí al suelo y con las ansias de montar creo que las magulladuras pasaron a otro plano y continuamos las prácticas.

Decía que mi ilusión era tener una caña de pescar y pescar peces, el pescar peces para mí no era misterio alguno porque no había semana que no acompañara a mi padre al rio a por ellos con la red y en verano ya había aprendido cómo conseguirlos sin apero alguno, solo con las manos pues los peces se asustan, se resguardan debajo de las piedras y las algas y con un poco de pericia solo tienes que echarles la mano encima.

El pescar con red no tenía gracia alguna ni misterio, la gracia estaba en engañar al pescado con una lombriz, a veces me pasaba largas horas acompañando a un señor de mediana edad (Pedro Esteban) que pescaba con caña sin apartar la vista de la veleta por si hacía un gesto de que el pescado trataba de tomar la lombriz.

Esa tarde como dije arriba quedé con Jose Luis para ir a pescar. Jose Luis era un par de años más mayor que yo y por lo tanto me enseñaba muchas cosas pero como por aquellas fechas mi amigo no era ni buen estudiante ni persona de referencia mis padres me habían medio prohibido que me juntara con él pero yo no les hacía ni puñetero caso, él y yo teníamos mucho feeling y disfrutábamos de lo lindo por el campo.

Nos instalamos con nuestras cañas de vara larga en un recodo del rio que hacía remanso con una profundidad de al menos tres metros de agua, en el paraje conocido como “la cueva de las mulas” allí, al borde del rio había una pequeña cueva. En ese lugar por un lado la orilla del rio tenía una gran roca que se elevaba un par de metros sobre el nivel del agua, desde donde se divisaba el fondo en aquellas aguas transparentes y por lo tanto también la pesca, grandes barbos vimos danzando en el fondo, ¡qué lugar tan perfecto para pasar la tarde pescando allí! Por el camino buscamos lombrices en la vega y las llevábamos en una lata de sardinas en conserva, yo con mi equipo de pesca básico, ni carrete ni nada, una vara, una veleta y un trozo de sedal con un anzuelo en el extremo, el sueño dorado hecho felicidad cuando en menos de cinco minutos de reloj escucho ¡¡¡¡AGUSTINITO!!!!! , la sangre se me heló porque conocía aquella voz, ¡era mi madre! Pero ¿Quién coño le ha dicho que estaba allí pescando? ¡tira pá casaaaa!

Seguramente te habrás preguntado ya ¿cómo se enteró tu madre que te ibas de pesca y aquel lugar? Pues fácil, mi prima Angelita nos escuchó la conversación y nos vio marchar con las cañas de pescar, las varas aquellas las teníamos escondidas detrás de una pared cerca de su casa y fue rápidamente a contárselo a mi madre; quiero pensar que en previsión de que podíamos tener un accidente y perecer en el Bornova.

Ni me dio tiempo a despedirme de Jose Luis que supongo ya jodida la fiesta se marcharía al pueblo. Volví al pueblo delante de mi madre por el camino de “Los Endrinos” y luego de “Los Callejones”, en aquel lugar dejé los aperos de pesca que Jose Luis recogería para otra ocasión mejor, y mi madre cuando llegamos a casa y en reprimenda me hizo estar toda la tarde junto a ella, enfrente de la casa donde se solía reunir gente del pueblo a tomar el sol, al lado de la casa del herrero, las mujeres a coser y los ancianos a contar historias de sus vidas, a la vez que contemplábamos al fondo los escasos autos que pasaban por la carretera y que casi conocíamos a todos, ¡mira, “El Curricala” ya vuelve de tal sitio, mira, el médico baja a San Andrés, el pescadero ya vuelve a Jadraque o mira, ya viene el carnicero a casa…

Al rato de estar allí yo me aburría como una ostra pero la desobediencia la tenía que pagar hasta que no recuerdo el motivo pero un ratito después me encontraba en la fragua con Ángel, mejor dicho allí no se le llamaba Ángel sino “El herrero”.

Para entretenerme me dio un astil de un azadón y una escofina grande y me dijo, mira, ves limando este palo y probando hasta que veas que cabe por dentro de este agujero, pero tienes que hacerlo hacia allí, que si limas  hacia aquí “se repela” se levanta la madera porque la veta de la madera va en el otro sentido…

Luego de acabar aquella faena me preguntó ¿has visto como si trisca o trisquea un sierro? ¡Pues no! Pues vamos a triscar este, mira se pone aquí, en el tornillo, era el tornillo de banco uno de esos que llegaban hasta el suelo, se sujeta la hoja del sierro entre dos tablas dejando asomar solo los dientes y luego con un granete se le va dando a los dientes un solo golpe, diente para allá y el siguiente para acá, o sea, que los dientes queden torcidos con respecto a la hoja del sierro y así, entre sus golpes y los míos pusimos aquel sierro en marcha… como dije antes creo que cada vez que miro los dientes de una sierra me acuerdo “del herrero”.

La afición de la pesca con caña continuó en mí durante unos años ya en Guadalajara, conservo aún mi primera licencia de pesca y unas fotos con mi primera cámara, creo que fue el segundo carrete que compré. En casa no había dinero o no se quería malgastar en comprar cañas de pescar y me vi en la obligación de que si quería tener caña de pescar me la tendría que fabricar y de tres palos de tres cepillos rotos de barrer y a base de cepillo de carpintero me fabriqué la caña de la fotografía, caña compuesta de tres tramos en disminución de diámetro en cada tramo, caña que aún conservo y con la que pesqué ese barbo de la foto en el rio Henares, un espécimen de los más grandes que he visto y que me costó gran trabajo el sacarlo del agua pues el animal se resistía a morir y yo temía porque mi caña se partiera por los tirones que el animal daba cada vez que le hacía sacar el morro del agua, finalmente y con el animal totalmente agotado lo saque como si se hubiera tratado de un calcetín mojado. Dieciséis años tenía, ahí con mi amigo Javier, amigo que aún conservo.

LA VICENTA Y MI PADRE.  Eran las últimas horas de una tarde de invierno, pero de invierno frio, de esos que vas al rio y te encuentras las orillas con una capa de hielo y solo por el centro del cauce ves pasar el agua cuando mi padre y yo (que no contaría más de ocho años) nos fuimos a echar la red para capturar algún pescado al rio, concrétamente debajo del Lituero, allí había unas losas de piedra donde se resguardaban del invierno los peces.

Los días de inviernos pueden ser largos en un pueblo de la sierra, sobre todo porque no hay muchas faenas por hacer pues hasta la primavera no se comienzan las tareas agrícolas por lo que pasar el rato en cualquier menester puede ayudar a pasar el rato y si de paso consigues algo de comida pues mejor que mejor…

Rodeamos una losa con la red y como en esas condiciones los peces están invernando aletargados y apenas tienen energía ni para moverse por lo que para que salieran hasta la red había que obligarles y eso lo hacíamos a base de asustarlos moviendo el agua donde se encontraban con una vara. Ni un solo pescado salió de allí, mi padre con la afición y la ilusión movía el agua cambiando la vara de lugar para remover bien todo el contenido de debajo de la losa pero nada, ¡ni uno solo! A mí, que ya tenía cierta experiencia sobre ese tipo de pesca, no me sorprendió en absoluto pero cuando tu padre te decía: “chico, coge el trasmallo que nos vamos a pescar” no había apelación alguna.

Tanto frío hacía aquella tarde que la recuerdo como reciente, yo llevaba DOS pantalones, ¡claro, no eran de esos de hoy, forro térmico, antihumedad, antiviento y mil pamplinas más!, llevaba dos porque el primero lo calaba el frío serrano como si fuera una servilleta.

Cuando cruzábamos el puente de la Fabrica hacia el pueblo nos encontramos con Vicenta (esposa del herrero) y al verme (supongo que medio tiritando) no pudo por menos que echarle una regañina a mi padre que pa´qué, yo hasta sentía vergüenza ajena, ella sabía de donde veníamos y la locura de sacar a una criatura tan delgadita de casa en aquellas condiciones y total ¿para qué? Solo para que le hiciera compañía a él porque el resto de la operación de ir a pescar la podía haber realizado él solito…

Las noches del invierno en Alcorlo eran largas, demasiado largas y yo diría que hasta demasiado frías, mi padre solía irse a pasar el rato algunas noches a la taberna, en casa teníamos una radio de aquellas de válvulas (que aún conservo funcionando) y que compró un poco con la excusa de no tener que ir al bar a entretenerse y quedarse en casa escuchando noticias y música con la familia pero el resultado fue como si la radio no hubiera existido pero en aquellas largas noches de invierno como decía antes, el Herrero, la Tiburcia y el Tomás solían ir a hacernos compañía al amor de la lumbre, Vicenta, la esposa del herrero no iba porque solía pasar largas temporadas del invierno en Madrid con sus hijos quedándose Angel solo en la vivienda.

Aquellas veladas sí que eran interesantes para una criatura de diez años, contaban cosas variadas, de la guerra, de los abuelos, penurias, historias graciosas, cuentos y leyendas que mi madre conocía bien, se hablaba del mal de ojo (tan de moda y tan activo en el pueblo) en fin, de todo menos de política porque mandaba Franco y no había debate sobre el tema porque se daba por hecho de que eso tenía que ser así por los siglos de los siglos amén y nadie se cuestionaba cambio alguno.

En una ocasión llegaron al pueblo los hijos del herrero, tenían un automóvil creo que Talbot del tipo ranchera que utilizaban también para transportar las colmenas, de matrícula M-xxxxx-BK, azul, era un auto nuevo que lo lavaban con champú porque les preocupaba que la pintura se deteriorara.

Un día de verano su hijo mayor Ángel le pidió permiso a mi madre para que le acompañara a dar una vuelta por el río, fuimos concrétamente a la altura de “La Isilla” ubicada en la parte norte del pueblo, o sea, “La Vega de arriba”, en aquel paraje el agua baja sin corriente alguna, mansa y tranquila a más no poder y apenas cubría pero había una zona más bien corta que había cierta poza, con una piedra a modo de losa que quedaba sobre las aguas pudiéndose utilizar perfectamente como trampolín.

Según nos íbamos acercando al río recuerdo que Ángel me preguntó si sabía nadar… “algo sé”, llegamos y nos pusimos sobre losa y él se acercó hasta el borde para mirar dentro de la poza y me dice: ¡Mira cuantos barbos hay! Me acerqué para comprobarlo y un instante después estaba zambullido dentro del agua, caí sobre la poza como un rano, y me vi por primera vez en mi vida sumergido completamente en el agua sin otra preocupación que salir cuanto antes a la superficie, así que el instinto de supervivencia me hizo retorcerme como una culebra para buscar la luz del sol porque de frente solo veía oscuridad así pues de esta manera unos segundos después quedé flotando como un corcho, sin dejar de mover los brazos con cierto pánico porque nunca antes había tenido tanta profundidad de agua bajo mis pies… luego nos bañamos allí los dos, dando unas clases sobre natación y por el camino le pregunté con cierta preocupación o curiosidad ¿por qué me has tirado al agua?, ¿y si no hubiera sabido nadar eso poquito que sé qué hubiera pasado? “Pues nada, me tendría que haber tirado yo a sacarte, jajaja” y así, con la seguridad de tener un adulto a mi lado que me daba tanta seguridad y confianza volvimos a casa, todo mi yo caminaba más feliz que una perdiz.

Curiosamente a pesar de que con mi padre pasaba grandes ratos en el rio jamás me dio ni un consejo de cómo se nadaba, ni una clase ni una indicación ¡nada! Al parecer eso era algo que cada cual aprendía él solito, igual que pasaba con los temas sexuales, con el resto de críos.

Mi padre a pesar de “haberse criado en el rio” como decía él, tampoco era un nadador experto, nadaba con la misma técnica que lo hace un perro, jajaja, en una ocasión estábamos él y yo con la red y trató de cruzar la poza al otro lado, se le enganchó la red en una albarca y poco más y se hubiera ahogado porque él no sabía cómo soltarse ni apenas mantenerse a flote, yo no le podía ayudar porque sabía nadar menos que él y era un enano aún y encima me dio por reír porque era tan cómico el momento… jajjajaj.

Mi hermana y yo andábamos mucho por la casa del herrero porque se portaban muy bien con nosotros, cuando venían al pueblo los hijos, en especial “La Boni” siempre pasaba a vernos e incluso nos traía algún regalo, aún conservo aquel mi primer juguete que no era otra cosa que una canoa de plástico con dos indios en ella, ya pondré la foto aquí porque la tengo en casa de mis padres, era un juguete ideal ya que la canalización de agua que cruzaba el pueblo (el caz, como le llamábamos) pasaba justo por la fachada de mi casa, ponía allí la canoa con los dos indios remando y la contemplaba como se alejaba. La Boni fue la primera persona (además de mi madre) en la que descubrí el cariño y la confianza, miraba mis notas del colegio y me daba consejos, sentía que era como una madre para mí, pero más joven.

VISITA INESPERADA. Una vez que Alcorlo ya se desalojó o estaba a punto de ello aprovechando que para ir a Alcorlo pasaban cerca de casa en una ocasión nos visitaron la familia del Herrero; varios miembros de la familia vinieron a vernos a nuestra nueva residencia en Guadalajara, mi hermana y yo estábamos en ese momento en casa de un familiar en el barrio cercano de Los Manantiales y sin más se presentaron allí para vernos, La Boni, el Carmelo, Manolo (que era amigo de la familia) y no sé si alguien más, el caso es que cuando nos encontramos me entró una llorera que no había consuelo en ese momento para mí, era una sorpresa tan fuerte que no podía parar de llorar de la emoción… fue esa la última vez que vi “al Manolo”.

EL MANOLO. Manuel Arizmendi se llamaba, eso al menos tengo escrito en un papel que hay dentro de la bolsa en la que guardo el reloj que en su día le regaló a mi padre, después de 40 años sin saber nada más de Manolo, conseguí saber al menos su apellido, Carmelo así me lo dijo.

Era el Manolo un amigo de la familia del herrero, concrétamente amigo y compañero de trabajo de Ángel, de edad aproximada también de la de Ángel. Compartimos ratos de pesca y de comilonas de pescados recién capturados en el rio. Era una persona que trasmitía mucha confianza y sabiduría, hablaba con seguridad y sin alterar el tono de su voz, parecía muy educado y respetuoso, soltero creo que fue toda su vida. Mi padre lo tenía como “amigo” y  a ninguna otra persona de Alcorlo lo calificaba de esa manera.

Tanta era la admiración que mi padre tenía por su amigo Manolo Aritmendi que el perro que teníamos en la casa le puso de nombre así, “Manolo”, yo aunque no entendía ni de perros ni de nombres de perro comprendía que no se podía llamar a un animal igual que a una persona pero no tenía mucha importancia porque, allí en Alcorlo y en aquellas fechas, a los perros no hacía falta llamarlos, te seguían siempre fueras donde fueras, si era con las mulas o si era a la vega o a cazar; vamos lo del cazar era ya otro cantar, cada vez que “El Manolo” veía a mi padre que se colgaba la canana y echaba mano a la escopeta (que tenía siempre colgada de un clavo en un rincón de la cocina) daba unos saltos de alegría que eran para grabarlos y compartirlos.

La parte negativa de este animal, (siempre hay una parte positiva y otra negativa, digo yo que debe ser para compensar) es que al marcharnos a Guadalajara se quedó huérfano por el pueblo porque se lo regalamos a un familiar de la Torre de Cendejas (el mismo que nos lo regaló de cachorro ocho años antes) y por dos veces se volvió al pueblo en nuestra busca, la Torre de Cendejas dista de Alcorlo 30 km en línea recta. Cada vez que recuerdo a ese animal no puede evitar las lágrimas en pensar en ello y cuál sería su futuro; ¡como un animal tan bueno tuvo tan mala suerte!, ya en su día escribí sobre ello pero le dedicaré un capítulo exclusivo para hablar de él porque creo que merece la pena ser conocido.

En una ocasión Manolo le regaló un reloj de muñeca a mi padre, por aquellas fechas creo que mi padre no tenía reloj o al menos reloj que funcionase, en Alcorlo los relojes no eran completamente necesarios pero desde que se lo regaló mi padre lo llevaba casi siempre puesto en la muñeca, recuerdo perfectamente su brillo cuando levantaba los brazos para echar un trago de vino del botillo.

Ya en Guadalajara aquel reloj seguía viajando en la muñeca de mi padre hasta que llegó un día que se paró y fue sustituido por “mi primer reloj”; un reloj de aquellos que seguramente muchos ya ni recuerdan, caja de acero inoxidable, funcionaban con “el pulso” no necesitaban darles cuerda cada día, ni reponer las pilas, ni nada, eran “automáticos” solo con el movimiento natural de la mano tenían cuerda de forma automática, según me comentó el relojero los habían diseñado para los obreros, para que aguantaran golpes y contragolpes, agua, barro y cualquier otro contratiempo. En este link podéis ver un vídeo sobre el reloj. https://www.youtube.com/watch?v=Ry3qBdxSuUg

Tan solo recuerdo que una vez le pasara algo a ese reloj y fue un verano, yo tenía unos 17 años y en la piscina de Guadalajara nos propusimos bucear hasta el fondo y subir de testigo un trozo de mosaico de los que estaban forradas las paredes y algunos de ellos sueltos en el fondo, para llegar hasta el suelo tenías que zambullirte igual que un pelícano, luego bracear con fuerza hacia abajo hasta tocar el suelo y ya cogido el mosaico impulsarte con las piernas apoyándote en el suelo y ascender mientras ibas calculando si llegarían con aire suficiente o no a la superficie, pues eso, que después de unas cuantas inmersiones al día siguiente el reloj tenía agua dentro y es que creo que la piscina allí tenía cuatro o cinco metros de profundidad.

Ese reloj me lo compraron mis padres cuando tenía 16 años aprovechando que «El Tomasín», hijo de Tiburcia y Tomás  (vecinos nuestros también en Guadalajara) estaba haciendo la mili en Canarias y allí se suponía que eran mucho más baratos. Este reloj automático anduvo conmigo diariamente al menos siete años y con mi padre al menos los ocho años siguientes.

Unos años después (1988) este tipo de relojes fueron sustituidos por la electrónica cara o barata y parece que todo el mundo que no llevaba uno de ellos en la muñeca era pobre o tonto así que este reloj “automático” se quedó en la mesilla de noche haciéndole compañía al del Manolo.

Finalmente y para acabar con la historia del reloj del Manolo decir que cuando falleció mi padre nos encontramos allí en la mesilla estos dos relojes y algún otro más que había comprado en los últimos veinte años, el del Manolo seguía sin funcionar se le había partido el mecanismo de la cuerda, y el “automático” funcionaba pero tenía el cristal muy arañado de tantas aventuras así que lo tomé y lo llevé a una joyería muy conocida de Guadalajara para que me cambiaran el cristal. Si, el cristal lo cambiaron pero pasó de ser sumergible a que cualquier gota de agua se colaba dentro así que en ese momento tomé los DOS relojes de mi padre y cambié de relojería, el del Manolo lo dejaron exactamente igual que nuevo y el otro también así que desde entonces esos relojes siguen funcionando, eso sí, me dejé allí parte del sueldo, por supuesto que cada vez que lo veo no puedo evitar recordar al “amigo de mi padre” y del otro al “Tomasín” que fue quien lo trajo de Canarias.
Ambos relojes trabajan poco tiempo al año, pero desde entonces, el día de San Bartolomé el del Manolo va siempre a Alcorlo en mi muñeca y el otro esporádicamente lo saco durante algunos días pero ahí están, cada uno con su historia.

LA SEXUALIDAD. Una vez fui con el herrero a visitar sus colmenas, estaban ubicadas al otro lado del rio, enfrente más o menos de la presa de electricidad, antes de llegar a la Pradera del Cristo, que estaba después de pasar el puente de la fábrica no sé de qué manera me encontré con Angel que a su manera trataba de enseñarme como era la reproducción del ser humano, yo caminaba a su lado pero un poco por detrás de él porque me daba vergüenza y además me tenía que morder la lengua para no soltar la carcajada de lo que estaba escuchando, jajajja, el hombre trataba de enseñarme el camino del sexo pero yo era tan infantil con mis no creo más de nueve o diez años que solo me dio por reírme para mis adentros.

EL ALIMENTO. En Alcorlo en los años 50/60 no sobraba nada y menos comida por eso voy a relatar una corta conversación que escuché a Vicenta contarle a mi madre. Resulta que cuando vivían en la casa primera debían de tener el típico gorrino que se criaba para la matanza guardado en algún lugar de la vivienda, un pequeño corral o similar cuando alguien de la casa tuvo el descuido de dejar aquella puerta abierta durante algún tiempo, momento que aprovechó el animal para darle un empujón al puchero que estaba en la lumbre para comerse el contenido, por supuesto la gracia fue minina según lo contaba Vicenta, yo con mi corta edad por la entonación de sus palabras comprendía que fue un contratiempo sin ninguna gracia porque daba a entender que si ya de por sí no sobraba la comida el cerdo tampoco les ayudó con el hambre, lo repararía después el día de la matanza. Es un recuerdo este entre anecdótico y humorístico que nos pudo pasar a cualquiera y es que en el apartado “del comer” ya hablaremos más detenidamente sobre Alcorlo.

Decía más arriba que la familia del Herrero tenían algunas colmenas, alguna que otra vez que visité su casa andaban con la operación de extraer la miel de los panales con una máquina rotativa creo recordar, máquina que por inercia expulsaba la miel al fondo de un recipiente, aprovechábamos para introducir un trozo de aquel panal directo de la colmena en la boca mezcla de miel y cera, quien no ha probado eso no sabe lo que es el sabor de la miel…

A veces encontraba al herrero en la fragua o en su casa reparando las colmenas, era una especie de tablillas de tamaño estándar que se metían como sanwiches en la caja vivienda de las abejas, con el paso del tiempo y del uso se estropeaba la madera y había que recomponerlas y yo le echaba una mano a sujetar las chapas o clavar los clavillos que sujetaban unos herrajes para mantener el cuadro firme.

Alguna que otra vez también recurrieron a mi cuando ya tenía unos diez años y andaba con el tirachinas persiguiendo gorriones para que les echara una mano en el tiempo de poner las varas a las judías, luego al volver a casa me daban una naranja de aquellas que llamaban “sangrías” porque tenían aspecto de naranja manchada de sangre. Era de agradecer porque no era muy frecuente tomar naranjas en aquellos años, al menos en mi casa.

EL HUERTO. Al lado de la casa tenían el huerto, el problema era que dicho huerto estaba por encima del nivel de la acequia que pasaba por allí mismo por lo que había que elevar el agua con una motobomba de gasolina para regarlo, luego una vez el agua había tomado su nivel a través de una acequia de cemento se distribuía. Creo que era la única bomba de agua que había en el pueblo pues el resto de vecinos regaban sus campos por inundación, sin hacer más que abrir la piquera por donde el agua inundaría los sembrados.

Sería el año 1972 aproximadamente cuando una tarde de verano se preparó una terrible tormenta, bueno, mejor dicho un terrible tornado, mi padre desde una pequeña ventana que teníamos en la cocina nos iba relatando lo que veía como si se tratara de un partido de fútbol en directo y decía ¡¡¡está destrozando toda la vega, estamos perdidos!!! Yo no tengo imágenes en mi memoria porque en ningún momento se me ocurrió decirle a mi padre ¿¡a ver!? Pero al día siguiente nos encontramos gran parte de los árboles, tanto los de la “Vega de abajo” como los de la “Vega de arriba”, arrancados y acostados sobre el terreno como si fueran cenizos.

La gran chopera que había junto al rio en la parte de la “Peña Orada”, lugar preferido de bañistas y acampadas de fin de semana quedó con la mayor parte de los chopos entrecruzados, a poco de caerse al suelo y con ello aplastar las tiendas de campaña, no lo hicieron porque otros árboles los sujetaban pero pudo haber sucedido grandes desgracias personales, estaba todo aquel lugar plagado de tiendas de campaña ya que era un lugar mítico, ideal para acampar.

Al menos dos árboles, dos grandes manzanos, que había en el huerto del Herrero quedaron bastante perjudicados y al día siguiente un grupo de vecinos armados de azadones, tablones, gruesas cuerdas etc intentaron volver a colocarlos verticales como estaban… ¡ah! Y aprovecho para rememorar las uvas que cultivaban en la parte de abajo del huerto, en la orilla de la pared donde los mayores tomaban el son en las tardes de invierno, eran de la variedad moscatel, creo que desde entonces no he vuelto a tomar uvas de esa variedad y de esa categoría, hoy las uvas que podemos conseguir en la tienda no tienen ni una décima parte del sabor de lo que daban en aquel lugar, tomadas directamente de la parra, de la cepa, sin lavar ni nada… y no nos hemos muerto por ello.

Continuará…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un comentario en “La Fragua, Herrería de Alcorlo”

  1. Me ha gustado el escrito, es una biografía narrada, tiene lo que antes se denominaba pluma agil, ahora sería tecla agil, una escritura rápida y clara, describiendo una infancia sin lujos, pero muy rica en vivencias. con toques de humor y mucha realidad en esa Guadalajara que, también nos relató nuestro Nobel, Camilo José Cela.
    Agustín, estoy sin uñas, ¿Para cuando el siguiente capitulo?

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