JULIO 2018. Rev octubre 2022.
La otra noche (sobre las dos de la madrugada) al encender las luces de la furgoneta, en mitad de una tremenda llanura y después de llevar en ese lugar más de una hora y media fotografiando la Vía Láctea, ante la oscuridad y silencio de la noche más absolutos vi cruzar tranquilamente a escasos metros por delante de la furgoneta un zorro con una magnífica pelliza, no puede por menos que preguntarme qué hacía allí ese animal tan cerca de mí, e inmediatamente pensé en cómo sería su supervivencia en aquel entorno tan desfavorable y como se arreglaría para cazar y sobrevivir en aquella tremenda oscuridad, sentí pena por él y durante largo rato, más o menos hasta que me dormí, no pensé en otra cosa.
Al día siguiente mientras volvía a casa acompañado por un paisano del pueblo este me despejó todas las dudas al contarme la siguiente experiencia vivida por él sobre la década de los años 60 en esos mismos parajes; esta es la historia que he llamado del «perrizorro».
Estando viviendo en Alcorlo, una mañana poco antes de amanecer, se despertó porque las gallinas tenías mucho alboroto, se acercó a la ventana y aunque apenas había luz del alba (porque otra no había) apenas alcanzó a ver como un zorro estaba apareándose con su perra que en ese momento andaba en el gallinero.
Mientras se vistió y bajó al corral a darle «matarile» el zorro este ya había acabado su faena y se había despedido de la perra, mi paisano descubría que había escavado un agujero por debajo de la verja para conseguir el encuentro.
Mi paisano por aquella fecha no tendría más de quince años, durante el almuerzo contó la gracia de ver pocas horas antes a un zorro aparearse con la perra y de paso aprovechó la ocasión para pedirle a su padre que si la perra tenía cachorros (fruto de aquel encuentro) le reservara uno para él pues era algo nunca visto en el pueblo, algo que no se había experimentado anteriormente y no se sabía que podía salir de ese apareamiento, si un magnífico cazador o un tremendo depredador al que nadie pudo domesticar y hubo que soltarlo en el monte o darle matarile porque depredadores ya había muchos por aquellos parajes, incluso por la captura de un zorro se hacían colectas en el pueblo.
Entre los cachorros nacidos había uno que más parecía un zorro que un perro. Desde el primer momento de nacer ya lucía una cola gorda, peluda y con la punta blanca, las orejas pequeñas y puntiagudas, nadie diría a golpe de pronto que en aquella camada había solo perros sino perros y un zorro.
A los pocos meses, parece ser que mucho antes de lo “normal” el perrizorro ya dominaba el rebaño mejor que ningún otro perro de los que tenía el pastor; imprimía tal temor en los animales que antes de acercarse a las ovejas y cabras estas ya huían. Su comportamiento con los humanos era dócil como el que más, parecía que el instinto de zorro en ese aspecto lo había perdido en el corral donde fue concebido.
Ya de adulto el perrizorro una noche de verano guardaron las ovejas en una paridera del monte, la puerta era de madera y se les ocurrió dejar al perrizorro en el interior a lo cual su padre comentó: «Dejadlo fuera que de nada va a servir dejarlo encerrarlo».
Efectivamente, al día siguiente cuando llegaron a primerísima hora para soltar las ovejas a pastar allí estaba el animal esperándoles en la puerta de la paridera, con tres conejos delante de la puerta, tres conejos a los que a todos les faltaba la cabeza. ¿Qué había pasado? Pues parece ser que el animal nunca perdió el instinto de cazador nocturno, la oscuridad para ellos no es un problema sino que es un aliado. Tenía la costumbre de cada noche salir a cazar y aparecer al día siguiente con alguna presa a sus pies esperando a su amo y no iba a permitir que una puerta de madera le cortara sus planes así que a dentelladas hizo un agujero en ella y se escapó.
El animal vivió unos dieciocho años, más que lo habitual en un perro, sus últimos años _por supuesto_ estaba ya exento de salir a cazar por la noche y los dientes los había ido perdiendo por aquellos montes de Dios, sus fuerzas ya no servían para correr detrás de nada ni de nadie y con seguir al ganado a su ritmo y comer de lo que se caía de la fiambrera se daba por satisfecho hasta que llegó el punto de inflexión; ese momento que te preguntas si es mejor seguir a ese ritmo tan lento que cada día que pase irá a peor o pegar un frenazo en seco y acabar cuanto antes con lo inevitable.
Y así llegó su día. Estando pastoreando en uno de los puntos más altos y abruptos del entorno, (los peñascos que forman hoy los laterales del muro de la presa), y observando la situación ya tan dramática del animal mi paisano le pidió a su compañero de pastoreo que acabara con la vida de ese viejo compañero despeñándole por el acantilado ya que a él le resultaba de difícil a imposible poder hacerlo.
Como no es un acto que deje buen sabor de boca a nadie aún a sabiendas que puede ser la mejor opción _si fuera al revés se hubieran peleado por la ejecución_ su compañero se negó también, ¡yo no lo tiro, tíralo tú, que es tuyo!
Con la decisión tomada de aliviar los males de aquel animal y viéndose en la necesidad de tener que realizar un acto de caridad mi paisano tomó al animal en brazos, que probablemente se asustaría y revolvería ya que no era muy de costumbre en esas fechas el tomar a los perros en brazos, (hoy es muy habitual pues son mascotas, animales de compañía) o quizás el perrizorro presintiera lo que estaba a punto de sucederle me comentaba: “aunque el animal no tenía ni un solo diente se agarraba a la chaqueta y al jersey con las encías con todas las fuerzas que tenía”.
Pero no le sirvió para nada porque unos segundos después ya no sufría más, ni sufría ni penaba, sencillamente ya no estaba entre los presentes, en el primer impacto contra las rocas del fondo quedó inmóvil en el suelo.
Al instante descendió a ese lugar el otro perro, su compañero, como es natural a olisquearlo y ver qué había sucedido y si podía hacer algo por él pero… nada.
Allí quedó despanzurrado el “perrizorro”, en pocos días los buitres que se criaban en la zona y resto de rapaces del lugar harían desaparecer su cuerpo del campo. Poco después de reconocer la situación el perro compañero regresó a su labor de cuidar el rebaño pero los cambios en el comportamiento en ese animal se reflejaron al instante, a partir de ese momento ya no volvió a ser el mismo perro, hubo un antes y un después en el comportamiento de ese animal.
Desde ese momento, jamás, repito jamás, _según dice mi paisano_ ese animal se dejó tocar, ni acercarse a ningún humano ni permitía que nadie se le acercara a él, la comida se la tenían que dejar lejos, retirada de todos, nunca le perdía la vista a la gente, siempre en guardia, siempre andaba pendiente por si le sucedía lo mismo que a su compañero y es que desde que tuve el primer perro siempre sostengo la hipótesis de que los perros tienen “algo”, pudiera decirse sexto o séptimo sentido, lo que sea, pero cuando pasas muchos años con ellos te das cuenta, pues tú mismo eres capaz de verlo y sentirlo, notas que tienen algo que a día de hoy se escapa de nuestro entendimiento humano y racional, solo las personas que tuvieron perros de compañía durante años son capaces de sentirlo; ese animal ¡nunca! hubiera podido entender que la acción de arrojar a su compañero para evitar el sufrimiento pueda ser incluso pedido por quien padece una enfermedad o sencillamente por vejez y entonces me surge la pregunta clave ¿Quién tiene autoridad suficiente para decidir hasta cuándo o hasta cómo viviré o vivirás?
Como decía mi padre: «Hay cosas o historias que era mejor no ver o conocer porque para dejarte tan mal sabor de boca y no quitártelas en mucho tiempo de la cabeza»… Esta es una de ellas, la historia me pareció curiosa porque nunca antes había escuchado o conocido nada semejante, rara vez la leo y cuando lo hago las lágrimas por aquel animal, que ni siquiera conocí, aunque no tengo ninguna duda de su existencia, se me descuelgan sin compasión alguna.
Y todo esto ha surgido por comentarle a mi paisano que en Alcorlo, en el paraje conocido como “Las Palomeras”, en mitad de la noche y en la oscuridad más absoluta vi cruzar por delante de mí a un zorro bien alimentado… Historias de Alcorlo. Por cierto, la fotografía de la cabecera es la que tomé esa noche, está compuesta por cuatro fotografías apiladas, a la izquierda se ve lucir a Marte, al margen derecho el resplandor de Congostrina.
Gracias por llegar hasta aquí. Si te gustó este relato no dudes en compartirlo. Agustín y sus cosas. alcorlopantano.com